La estética en la formación humana
Resumen
En estas líneas se busca subrayar la importancia de la estética en la ahora promovida educación integral. Como parte de una inquietud que se extiende más allá de este escrito, se presenta un somero recorrido que comprende desde el origen de la preocupación estética como planteamiento sistemático hasta el cómo se constituye en disciplina; asimismo, abarca la evolución que ha tenido en la pedagogía. De esta manera, podremos entender algunas directrices de nuestros días que nos hablan de conocimientos significativos, de aprender en el hacer y de otras modalidades que no son del todo nuevas.
Introducción
Todas las culturas han poseído y construido no sólo una idea del hombre, también una del arte, manifiesta en las directrices de su formación estética. Esta tendencia puede ser observada en el estudio de la filosofía, de la historia y de la geografía de eventos y sistemas educativos. La estética se presenta como parte fundamental de la formación humana. El elemento estético es componente esencial irrenunciable en el equilibrio de la personalidad y de la persona. En el esfuerzo cotidiano por construirse una forma de vida, un mundo deseado o como quiera llamársele, el hombre tiende a la coronación estética de lo que hace y de su vida.
Nuestra humanidad biológica —dice Savater— necesita una confirmación posterior, necesita de un segundo nacimiento en el que por medio de nuestro propio esfuerzo y de la relación con otros humanos se confirme definitivamente el primero. Sólo llegamos plenamente a ser humanos cuando los demás nos contagian su humanidad a propósito y con nuestra complicidad. La condición humana es en parte espontaneidad natural, pero también deliberación artificial; llegar a ser humano del todo es siempre un arte.
Con constancia a veces invisible, el hombre busca la culminación de la experiencia estética. Todos hemos vivido ciertos momentos de nuestras vidas como una situación estética, algunos tal vez de manera ingenua, simple y espontánea, pero ciertamente hemos vivido momentos especiales ante, por ejemplo, un atardecer, al mirar la flor que descuella en un jardín o la grácil figura femenina que se acerca en la acera. También sentimos semejante deleite cuando concluimos con fruición un trabajo, elegimos una prenda de vestir o cuando quedamos absortos ante una representación en escena. Estos momentos son más profundos ciertamente ante una obra de arte, aunque no por ello dejan de ser instantes vividos de manera inmediata y en gran parte espontánea. Por otra parte, en un nivel diferente y no de muchos, se da también una relación reflexiva y propiamente teórica cuando tanto el crítico como el historiador de arte y el docente experimentan como vivencia estética ciertos momentos de su actividad, pero ésta es sólo una manera de vida. Ahora bien, son muchos más quienes tienen la posibilidad de experimentarla, y éstos rebasan con mucho a cualquier grupo teórico o académico; esta experiencia es posible para muchos, lo es para el contemplador desprovisto de teoría, para el sujeto capaz de asombro espontáneo, para el reflexivo, el artista, el crítico, historiador, investigador, docente y para el hombre de muchas otras ocupaciones.
La estética como disciplina
La estética como disciplina académica y filosófica es reciente, algunos, como B. Croce, han afirmado que surgió en los siglos XVII y XVIII y que se desarrolló vigorosamente durante las dos últimas centurias. El fundamento en que se basa esta tesis reside en la consideración de que una estética concebida como filosofía del arte no podría nacer sino en el seno de una filosofía del espíritu (a la que el pensamiento clásico, por su carácter fundamentalmente naturalista, no pudo elevarse, pero a la que sí pudo acceder), en la filosofía moderna que nace como subjetivismo y que es primordialmente subjetivista.
La filosofía antigua, sometida al concepto de la primacía del objeto y volcada esencialmente al estudio del objeto en su doble orden empírico y metaempírico, es decir, de las cosas y de las ideas o esencias, se afanó en construir sistemáticamente una física y una metafísica; sólo de manera secundaria y episódicamente llegó a ser una "psicología", es decir, una filosofía del espíritu. Por causa de su carácter objetivo y naturalista, la filosofía antigua no produjo propiamente una estética, sino normas con las que se proponía regular algunos conocimientos naturalistas relacionados con la actividad artística, como la gramática, la retórica, la poética y otras preceptivas de las artes particulares.
Tampoco el pensamiento cristiano ni el primer Renacimiento —según el mismo Croce— fueron capaces de producir una estética auténtica y específica; el primero fijaba como principal objetivo los problemas del alma, pero a causa de la trascendencia y del ascetismo en que se inspiraba fue llevado a desestimar lo que podría denominarse la forma mundana del espíritu; el segundo, excesivamente preocupado por la tarea de restaurar e interpretar las antiguas poéticas y retóricas, en materia de arte no llegó a sobrepasar el ámbito de las ideas de la antigüedad. El Renacimiento tardío concentra sus discusiones en torno a la existencia de una facultad poética distinta del intelecto; de ese modo ve surgir las premisas para la fundación de una estética considerada como disciplina filosófica, cuya primera afirmación se halla en la Ciencia nueva, de Vico (1668-1743). Con los cambios registrados en las postrimerías del Renacimiento, con las aportaciones del siglo XVIII y con la obra de Vico se da en Occidente ese subjetivismo que pudo propiciar el desarrollo de una filosofía del espíritu, y esta tendencia pudo dar origen a la estética.
En el siglo XVII, tanto Descartes (1596-1650), el fundador del subjetivismo moderno, como sus seguidores mostraron poco interés por la fantasía y la poesía, las subestimaron al considerarlas torvos modos de pensar y de conocer. Es preciso notar, sin embargo, que ya desde entonces le reconocían posibilidades cognoscitivas. De ese cartesianismo surge Leibniz (1646-1716), quien en su gnoseología reconoce una zona de conocimientos que son entre confusos y claros, en la cual se halla incluida la poesía. Este filósofo abre el camino a Baumgarten (1714-1762), quien elabora y sistematiza estos conocimientos en una disciplina específica, la scientia cognitionis sensitivas, que también llama gnoseología inferior o aesthética.
Instaurada casi contemporáneamente por Vico (1725) y por Baumgarten (1735) sin que hubiera comunicación entre ellos, la estética es la disciplina que nace para responder al problema del papel que la poesía y el arte desempeñan en la vida del espíritu y de la civilización y, por consiguiente, para esclarecer la relación de la fantasía con las otras formas del quehacer espiritual. En adelante, lo estético es tratado como objeto de una disciplina y, además, es visto como elemento indispensable en el ámbito de una visión amplia de la realidad.
Estética y educación. Una breve mirada arqueológica
Una vez reconocida la estética como disciplina, las interrogantes planteadas en su seno son innumerables; en los estudios literarios, por ejemplo, una pregunta que sigue vigente es ésta: ¿cuándo un texto alcanza ese grado de "anómala diversidad" que lo convierte en obra de arte? Como ésta, se estudian muchas otras interrogantes propuestas por la labor educativa.
En 1882, C. Ricci ofrece la primera o una de las primeras investigaciones sobre el arte infantil —arte muy particular que no se puede comparar con el contemplado por los adultos—; al concluir ésta, sostiene: "El arte como lo entendemos no es conocido por los niños" (Ricci, 1997: 88). El mérito de este autor consiste en haber sido el primero en reconocer que el diseño infantil produce una particular fascinación que lo hace muy semejante al arte. Es también de los primeros en haber comprendido que el niño no representa lo que ve, sino lo que sabe y recuerda; representa no sólo lo que conoce, sino sobre todo lo que le llama la atención, aquello que lo atrae y lo involucra; en pocas palabras, representa lo que más desea.
Para Ricci, la representación gráfica infantil no constituye un problema de tipo óptico, es más bien una cuestión mental, intrapsíquica o simplemente emotiva. El punto de vista de Ricci facilitó que el diseño infantil fuera relacionado con el arte de los pueblos primitivos. Contemporáneamente se desarrollaron otros derroteros de la cuestión, como el encabezado por M. Montessori, cuyo criterio —que hizo escuela— postuló que es un error dejar que el niño aprenda a diseñar diseñando, pues, por el contrario, consideró que es indispensable ofrecerle los procedimientos técnicos y la instrucción para que pueda ponerlos en práctica.
Otros educadores, en cambio, borran de la actividad educativa las correcciones apresuradas, evitan los juicios severos y todo lo que pueda desestabilizar al alumno. Se afianza así la idea de que el niño no diseña un objeto, sino lo que sabe de un objeto. Estas tesis, opuestas a los tecnicismos y en cambio abiertas a la educación estética en sus relaciones con la educación moral, chocan con las tendencias a hacer de la escuela un sistema rígido y repetitivo. La creatividad, la expresión espontánea, la fantasía son sus elementos centrales, ya como medios educativos o como fines de la formación.
Con el activismo en Europa madura una nueva concepción de la educación estética. Conviene recordar algunos antecedentes para distinguir mejor el cambio que entonces tuvo lugar.
La propuesta educativa de Comenio en el siglo XVII contiene ya un elemento que es promovido en los programas educativos de nuestros días: "aprender en el hacer" (Comenio, 1657: 262). En esta proposición el ejercicio se considera como la condición de fondo. La autocorrección es el elemento primario de superficie, dice este educador: "[…] los maestros de trabajos mecánicos no entretienen a los principiantes con lecciones teóricas, de inmediato los ponen a trabajar, de modo que produciendo aprendan a producir, manejando el formón a esculpir, pintando a pintar, bailando a bailar" (Comenio, 1657: 263). Ahora bien, a la práctica Comenio agrega el ejemplo, y señala que las obras de arte de los grandes maestros deben ser descubiertas, estudiadas y comprendidas en sus escondidos artificios. Una perfecta educación en el arte, según este autor, necesita de análisis y de síntesis. La síntesis sirve para habituarse a una lógica de la inventiva.
La teoría pedagógica de Comenio alcanzó gran influjo: en Alemania, Leibniz la apreció; asimismo, influyó en Milton y en John Locke, quien figura como pieza fundamental en la pedagogía moderna. Estos autores tienden a una formación del hombre en el ejercicio de la racionabilidad, de manera que si ésta es una variable importante del humanismo de Comenio, en el Ensayo sobre la inteligencia humana se convierte en una constante: el gentleman de Locke vive ya en la modernidad, es el burgués que ha promovido la revolución contra los Stuart como símbolo social; virtud, juicio, buena cuna e instrucción intelectual son las coordenadas de su formación, orientada abiertamente en sentido laico y mundano, burgués y moderno.
Con la expansión de la burguesía mediante la primera revolución industrial, el siglo XVII asiste también a la consolidación de una concepción de la cultura y de la educación que se aleja progresivamente del humanismo de Comenio; inicia, entonces, un desarrollo de tonalidades empiristas y racionalistas. Sea Locke, sea Descartes, se lleva el concepto de formación del hombre a puntos decididamente apartados de las raíces humanistas. Sólo Vico busca fomentar el ingenio contra la a veces defendida Roma razón: promueve la retórica contra el silogismo, la invención contra la explicación. Con Vico hay una recuperación de la cultura humanista, de manera que la poesía, el arte y la historia reaparecen en toda su capacidad de dar lugar al sentimiento, la fantasía, el ingenio y la intuición.
La Scienza nuova —obra que Vico produce en 1725, repropone en 1730 y vuelve a ofrecer en 1744— muestra el vigoroso y solitario esfuerzo, logrado por su autor, para derribar las filosofías del conocimiento de tipo cartesiano, afirmadas en la segunda mitad del siglo XVII. Vico repropone los conceptos de historia y de historiografía al considerarlos en sus relaciones con la ciencia, la filosofía y la filología. Su estudio sobre el mito le permite percibirlo en su auténtico sentido de documento y testimonio de una época perdida. La historiografía de este autor basada en el mito llega a una concepción de la cultura en la que poesía, arte y fantasía constituyen el verdadero hablar del hombre; se trata de un "hablar fantástico" que nada tiene que ver con la fantasía como fin en sí misma o con el arte por el arte.
Vico busca encaminar la estética moderna por la línea del humanismo clásico en su manera de entender la mente fantástica, y sólo en ella distingue la natural expresión artística del hombre. La "sabiduría poética" escribe el estatuto de lo verdadero a través de la misma sabiduría: coloca las formas de lo verdadero no ya en el ámbito de la razón, sino en los espacios fantásticos de la poesía. En esto se basan tanto la filosofía como la estética de Vico. De la concepción de 'hombre' en que ambas se apoyan se origina su pedagogía. L. Radice sostiene que el punto de partida o el punto esencial del razonamiento para una concepción exacta de la actividad estética de la infancia es Vico, porque es el primero que se da cuenta del proceso creador de sí, que es propio de la conciencia humana; proceso del cual el arte es clarificador. Para Vico, el niño es como el hombre más antiguo (Radice, 1927: 91).
Ahora bien, el descubrimiento de la infancia mediante su identidad social, su estatuto, no se debe ni a Locke ni a Vico. Ni siquiera Comenio se había acercado tanto a la "naturalidad" de la infancia. De entre los estudiosos de la pedagogía de los siglos XVII y XVIII sólo Rousseau logra poner de relieve el sentido escondido, pero auténtico, de una edad descuidada, abandonada y con frecuencia violada, de manera que sólo después del Émile ou sur l 'Education la infancia entra en la literatura. Sólo con esta obra la burguesía toma conciencia del joven: de sus derechos de persona, de sus exigencias propias relacionadas con su crecimiento, con sus peculiaridades que lo diferencian del adulto.
Para Rousseau, la educación inicia con el nacimiento; desde ahí debe ofrecerse el auxilio en la formación y el respeto a la naturaleza del niño. Rousseau enfatiza la importancia de ser respetado: invita a favorecer los juegos, las alegrías y sus amables inclinaciones, sin jamás privar a estos pequeños inocentes de la posibilidad de gozar, en un periodo tan efímero, de un bien tan precioso. En el proyecto pedagógico de este autor, la naturaleza humana es respetada en su espontaneidad y libertad. No se debe imponer una cultura, se debe facilitar la construcción de una propia. Naturaleza y persona preceden todo tipo de formación. La autonomía del individuo se expresa en una madurez natural de su creatividad. Su crecimiento no es visto como preparación al futuro, sino como desarrollo relacionado con la edad que vive.
La atención a las necesidades del alumno, el principio pedagógico de que el interés no puede ser impuesto, el desarrollo gradual, el antiverbalismo, la exigencia de un aprendizaje activo y el respeto a la subjetividad son las aportaciones del Émile ou sur l 'Education a la educación. De éstas pueden derivar una formación artística y una educación estética que encuentren en la naturaleza el depósito infinito de elementos formativos. En Les Rêveries du Promeneur Solitaire, Rousseau menciona los estados de ánimo que experimenta el hombre cuando su contacto con el ambiente es constante, cuando —señala— la mirada se desliza sobre la imagen, que no es sino la representación del mundo natural, vegetal y animal, con sus colores, olores y rumores. Este mundo aleja de los retorcimientos del pensamiento que relacionan siempre todo con el interés material, que nos empujan a buscar en todo el provecho (Rousseau, 1988).
La belleza de la imagen ambiental induce a Rousseau a la imaginación, de modo que la fantasía sepa recrear en la mente el placer de la imagen, aun cuando ésta haya desaparecido. En este autor, la educación ambiental se confunde con la educación estética y viceversa.
En el positivismo pedagógico de finales del siglo XIX, los temas de la educación estética permanecieron en la sombra. En el XX se retomaron estas temáticas con Dewey, bajo la perspectiva pedagógica de la filosofía de la educación y a través del activismo. El posactivismo reconducirá la estética hacia lo cognitivo con Bruner.
El siglo XX
Con el libro Art as Experience (1934) de John Dewey inicia una nueva estación en los estudios educativos. Retomando la tradición empirista anglosajona y promoviendo los motivos de un pragmatismo moderado e inteligente, Dewey propone cambios pedagógicos radicales. Su estética no concibe el arte como objeto primario; su perspectiva parte del "ser viviente", del hombre que vive perdiendo y recuperando constantemente su equilibrio con el mundo que lo circunda. El esfuerzo por lograr un estado de "armonía interior" está condicionado por la relación con el ambiente. La relación con el mundo es lo que produce la experiencia. Así, dando importancia a la experiencia, se acepta la vida en toda su incerteza, misterio, duda y conocimiento incompleto; se estudia para profundizar e intensificar sus cualidades hasta llegar a la fantasía y al arte.
Para Dewey la experiencia está siempre en acto, dotada de unidad propia, de intensidad y de cualidades cada vez diferentes. Cada acto práctico posee y denota caracterizaciones estéticas intrínsecas; en la realización, el sujeto participa en la experiencia y puede conducir a hacerlo con pasión. Sólo entonces se puede alcanzar un específico goce estético. El sujeto puede hacerlo también —como suele suceder— en atención a las convenciones de una situación impaciente y apresurada; pero entonces no hay posibilidad estética, puesto que no se registra la afinidad necesaria, sin la cual la experiencia es definitivamente no-estética (Dewey, 1934: 61).
Por varios motivos la estética de Dewey sigue vigente en nuestros días, aparece como una estética de la recepción y del ambiente. Según este autor, cuando el sujeto y el ambiente participan en una interacción positiva surgen las condiciones para la experiencia estética. En el momento cuando en un sujeto prevalece la apatía, el cansancio y el hacer mecánico, en cambio, lo que se obtiene es sólo una experiencia ordinaria y aburrida. Y cuando el ambiente no ofrece la posibilidad de establecer simbiosis con el sujeto, cuando no se genera el placer de la afinidad, entonces al sujeto sólo le resta su replegamiento en la fantasía. La producción intelectual, la invención y lo que resulta del pensamiento fantástico son, en su dinámica perceptiva, experiencias estéticas. La amistad misma puede incluirse en la categoría de experiencia estética.
Dewey otorga gran importancia a la educación estética, considerada como componente inseparable del hombre integral, del hombre cuya razón no ha perdido la perspectiva del imaginario. La obra de arte es, según este autor, el resultado de la imaginación, y es también un producto que opera en forma imaginativa sobre quien lo percibe. Cuando un escritor comienza a cubrir con palabras la hoja de papel, parte tal vez de alguna experiencia, pero ésta es retocada, redimensionada, matizada y hasta contrastada mediante un trabajo altamente imaginativo. Y cuando esta producción es leída, su receptor también es llamado a vivir una experiencia estética fundada en la imaginación.
La experiencia estética es una tentativa de imaginación consciente y no hay objeto útil, según Dewey, que no sea producido sin participación de la imaginación. La experiencia estética se distingue por ser un estado de arrobamiento causado por lo esencial de lo observado. En la opinión de dicho autor, todo lo esencial es intrínsecamente creativo. El individuo se crea en la creación de los objetos —y esto abarca desde el primer impulso que tiene un niño para diseñar hasta las creaciones de un gran pintor—. La creación requiere la adaptación activa de un material externo, e implica una modificación del individuo que tiende a utilizar y, por tanto, a superar su relación con lo que le es externo, al incorporarlo en una visión y una expresión individuales. Todo auténtico conocimiento depende de esa autocreación del sujeto mediante su actividad.
La forma estética está, entonces, permeada de creatividad, no de tecnicismo, y la experiencia estética no puede confundirse con la técnica de la que el artista se sirve ni con las técnicas mediante las cuales el destinatario goza la obra de arte. La experiencia estética aparece también como una de las más significativas manifestaciones de la vida de una civilización, de manera que cuando esta experiencia se empobrece es porque "esa sociedad ha dejado de ser civil". Lo que Dewey llama satisfacción visiva se contrapone a la repulsión estética que causan, por ejemplo, gran parte de las ciudades contemporáneas o, al menos, algunos de sus sectores: grises por el paisaje degradado, por sus construcciones (edificios, vialidades, jardines…) improvisadas y mal acabadas.
Cuando el proceso educativo está dominado por métodos literales y chatos que excluyen la imaginación, la inteligencia creativa disminuye sus potencialidades hasta apagarse, y el sujeto no es capaz de tomar en cuenta la cualidad de sus experiencias, porque está acaparado por su sola cantidad. La costumbre de separar mente y emoción en el campo artístico es —según Dewey— algo muy profundamente enraizado y sus daños son notables. La educación en el ámbito artístico casi no existe (Dewey, 1977: 6).
La relación entre sujeto, naturaleza y experiencia se convierte con la estética de Dewey en uno de los ejes de la pedagogía activista, la cual halla en el representante de la escuela de Chicago un ineludible lugar de referencia. El activismo consolida el principio de la educación estética vivida como experiencia artística lograda en la libertad de medios expresivos.
En los últimos años del siglo XIX y durante el siglo XX, la historia de la educación registra un cambio radical que encuentra en el Dewey de Art as Experience el sistematizador filosófico y estetológico. De manera que este autor cambia la pedagogía que había favorecido erróneamente la formación estética mediante el uso reiterado de modelos; pedagogía que impedía el camino a una relación entre sujeto y naturaleza.
El pragmatismo de Dewey supera tanto el positivismo de la última parte del siglo XIX como el idealismo de inicios del XX. En la construcción del conocimiento, el papel otorgado a la acción, a la experiencia y a la relación con la naturaleza es fundamental. El sujeto es educado para crecer en una dimensión vitalista. La experiencia se traduce en creatividad. Así se logra el conocimiento. Sin embargo, la educación, el proceso formativo en su totalidad son autónomos y libres de determinar sus fines y sus objetivos. La educación en cada una de sus formas no puede evitar relacionarse con la civilización de la que es expresión; sin embargo, la sociedad no constituye por eso su modelo a seguir. En su escrito Cómo pensamos (1933) Dewey dice: "La genuina libertad es intelectual, se apoya en el educado poder de pensar". Señala que la pura imitación jamás logrará hacer surgir el pensamiento. En la base de una disposición al juego, al trabajo, a la libre expresión hay siempre una disposición intelectual o mental que no sólo abarca la parte racional del individuo, sino su totalidad. En Dewey el conocimiento se convierte en experiencia natural completa, vivida por el hombre en su totalidad y sin separar a quien conoce de lo que conoce, al sujeto del objeto.
La lógica de Dewey, lo que tal vez se puede llamar su "transaccionalismo" —en el que los eventos se redeterminan y reconsideran en sus relaciones, lo cual extiende el proceso del conocimiento conforme a la duración de la investigación—, y su estética ofrecen los fundamentos para una pedagogía en la que conocimiento, sociedad y arte aparecen como elementos vitales de una apuesta educativa jugada contra lugares comunes, ambigüedades epistemológicas y riesgos de una sociedad moderna en que el consumismo aplasta al hombre y a la naturaleza porque los aísla.
Dewey había admitido en Mi credo pedagógico (1897) que sólo la educación podía representar el "método fundamental" del progreso humano y del desarrollo social. Más de sesenta años después, Bruner critica dicha teoría pedagógica al sostener que aquella época asistió al surgimiento de ideologías que subordinaban al individuo a los fines específicos de una sociedad (Bruner, 1961). Este autor vive otras circunstancias y propone una radical revisión de conceptos, como los de conocimiento y formación, porque la enseñanza de una disciplina puede llegar al éxito sólo en una determinada concepción del saber. Tal saber es una construcción ejemplar que tiene como fin dar significado a motivos constantes encontrados en la experiencia e insertarlos en una estructura (Bruner, 1961). Entonces, por una parte, sucede que la disciplina deberá ser presentada según su estructura lógica interna; por la otra, el aprendizaje desarrollará las estructuras cognoscitivas propias de la mente del sujeto. De manera que los conocimientos disciplinarios y el acto de conocer son al mismo tiempo fines y medios. El saber organizado es la meta de la instrucción, pero coincide con el proceso de conocer. La educación no es transmisión de cultura, se convierte en construcción estructural del conocimiento en la mente.
En Toward a Theory of lnstruction, Bruner aclara que cada estructura de conocimiento se caracteriza según tres criterios: el modo en que es presentada, su economía y su eficacia (Bruner, 1966). Los criterios que dirigen la comprobación de los resultados de adquisición del conocimiento son rapidez en el aprender, resistencia al olvido, adaptabilidad de lo que se ha aprendido a nuevas circunstancias, la forma de representación en que se debe expresar lo aprendido, la economía de lo que se ha aprendido (calculada basándose en el esfuerzo requerido para aprenderlo), la eficacia de lo aprendido o su capacidad para generar nuevas hipótesis y combinaciones (Bruner, 1966). Esto indica el paso del activismo al cognitivismo. El concepto de evolución de las estructuras cognitivas que Bruner asimila de Piaget rompe con la tradición pedagógica lacerando más sus partes débiles.
En relación con nuestro tema, cabe señalar que la pedagogía cognitiva de Bruner abarca también la formación estética del sujeto. En sus Ensayos para la mano izquierda —sagaz metáfora donde coloca aquello que no se considera ciencia pero que se acerca al arte, a la poesía, a la experiencia mística o a la literaria, al inconsciente y al reino de lo posible— explora los escrúpulos del cognitivismo; dice que, si bien todos estamos convencidos de que ninguna esfera de la realidad puede estar cerrada al conocimiento, hay ciertas formas de conocimiento de las que tenemos miedo, y esto sucede con el arte y con todas aquellas relaciones que el hombre establece con el arte, ya sea como creador o como observador (Bruner, 1964).
Para este autor, el arte también puede ser un modo de conocimiento: en el arte se puede dar el aprendizaje. La experiencia artística prevé una integración orgánica de los datos en los que se funda la comprensión de la obra de arte, un esfuerzo creativo; es un esfuerzo necesario para abandonar toda convencionalidad en el conocimiento, es una intensidad pasional (conmoción) que acompaña el hecho de experimentar la belleza, es una búsqueda de síntesis de la idea misma de belleza.
En los años ochenta, Bruner regresa a los estudios dedicados a la "mano izquierda" para indicar cómo éstos constituían una mediación entre el conocimiento lógico y el intuitivo, y en qué medida poseían un carácter más literario que sistemático. Desde entonces, aunque lentamente, Bruner se aleja de la tradición psicológica y, sin olvidarla, se va acercando al debate cultural interdisciplinario. En el centro de su perspectiva está la atención prestada al texto y a los códices que lo producen; a los lados están las disciplinas que lo afrontan: crítica literaria, hermenéutica, narratología, filosofía del lenguaje, semiótica. Más allá figuran los autores que han realizado estas convergencias: Barthes, Ricoeur, Jakobson, Todorov, Iser, Greimas. En estos ensayos Bruner discute problemáticas en gran parte inéditas, como las de los mundos posibles y de los textos virtuales; aunque el retorno al problema del conocimiento y de la mente regresa como leitmotiv de su investigación.
Los artículos del libro Actual Minds, Posible Worlds (1986), de Bruner, convergen en algo que hoy permanece aún muy alejado y ajeno a las investigaciones en las ciencias de la educación. La nueva dimensión de los intereses de Bruner traslada el eje de sus inquietudes culturales más allá del cognitivismo y de la psicología. Coincidiendo con los estudios de Nelson Goodman en la concepción del arte y en la visión del mundo, Bruner explica cómo no existe un mundo único-real, independiente de la mente y del lenguaje humano. Los procedimientos simbólicos activados por los procesos mentales en contacto con las estructuras mentales constituyen —dice Bruner— los mundos y sus significados, de manera que Blake, Kafka, Wittgenstein, Picasso… no han encontrado sus mundos, los han inventado (Bruner, 1986: 120). Así, la función imaginativa preside a la invención, al arte y a la educación en el sujeto que crece. Edificar mundos quiere decir, en definitiva, saber desarrollar hipótesis (Bruner, 1986: 66). El aprendizaje, entonces, se construye erigiendo mundos. El arte y la educación artística constituyen parte de este proceso como elementos interdependientes en la formación: la función imaginativa nos permite crear mundos posibles e ir más allá de la referencia inmediata (Bruner, 1986). Éste es uno de los puntos de tránsito que Bruner cumple sirviéndose de los análisis del lenguaje. Señala que la construcción de un mundo se logra sólo por la conexión entre "regiones" mentales diferentes como el pensamiento, la acción, la emoción y la pasión.
Sin forzar las consecuencias del pensamiento de Bruner, se puede decir que la educación estética alcanza concreción en las diferentes dimensiones de la mente. Una de éstas es representada por la pasión con que vemos las cosas. El modo en que vemos y escuchamos —dice— es plasmado por nuestras expectativas, por nuestra posición y por nuestras intenciones (Bruner, 1986). El problema que entonces se presenta —concluye este autor— es el de saber negociar todo eso.
La educación, por tanto, va más allá de la simple información para abrirse al estupor de la cultura, a la pasión por el conocimiento: en la medida en que los materiales de la educación se eligen considerando si facilitan o no la transformación imaginativa, y en que son presentados bajo una luz tendente a solicitar especulación y negociación, la educación se convierte en un momento de "construcción de la cultura". Entonces, de hecho, el alumno se ve implicado en el proceso de negociación que crea e interpreta los hechos; se convierte, al mismo tiempo, en agente de conocimiento y en destinatario de la transmisión del conocimiento.
Cabe preguntarse, entonces, si "negociar" en la terminología de Bruner sea sinónimo de interpretar. En ciertos aspectos parece que sí. Pero lo que más interesa es la atención que este autor, al igual que buena parte de pensadores contemporáneos, otorga a la cultura de la interpretación, a la que se une el incipiente interés del mismo Bruner por una educación donde la negociación entre sujetos y objetos se convierte en una nueva interdefinición del discurso pedagógico.
El objetivo de este breve recorrido en el ámbito de la constitución de la estética como disciplina y de la importancia que ésta tiene en la formación del hombre contemporáneo no ha sido otro que el de ofrecer motivos que permitan ir más allá de la formación puramente disciplinaria, para dar concreción a lo que se pide ahora con insistencia: la formación con miras amplias; demanda que —nos vemos inducidos a pensar— incluye el desarrollo de todas nuestras potencialidades de edificación, tanto individuales como colectivas. En esta formación la complementación y coronación estética parece insoslayable
Herminio Núñez